Un médico peculiar. Acto 2: De cómo según llegamos a la tierra me fui a conocer a mi médico de familia
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Siempre recordaré mi primer día en la Tierra y aquel momento en que golpeé mi cabeza con un cartel que decía:
MORATALAZ: TIERRA DE NOBLES
En aquel momento nos miramos todos con los ojos enturbiados por la emoción, unimos nuestras manos, y con la voz sobrecogida por la magia de aquel instante exclamamos juntos:
“Esto es sicodélico. Vayámonos al médico”
Mi padre completó estas palabras con otras llenas de cariño mientras miraba dulcemente a su esposa:
“Claro, mi alhaja; a ver si me dan la baja”…
La consulta del galeno andaba la mar de concurrida. Según nos habían dicho, Don Gilabastro empezaba a las cuatro de la tarde.
— “Ustedes deben estar aquí por una intoxicación” —comentó una dulce ancianita que intentaba entablar conversación con Aniceta (la vecina del tercero) —. En aquel instante apareció una enfermera que se dirigió a todos los que estábamos allí. Grabé su imagen en mi mente y sin darme cuenta también en mi corazón. Con sus grandes brazos, cuales robles campestres, su cofia blanca, su altavoz y aquel gracioso banderín azul con el que nos apuntaba:
“Buenas tardes, queridos pacientes, la consulta va a empezar.
Así que… ¡estén pendientes!
Los del pie quebrado, que se pongan a este lado, detrás de los del constipado
junto con los del dolor de costado. Los del dolor de huesos, descúbranse sin ser traviesos.
Los de la tensión… ¡préstenme mucha atención!
La consulta va a comenzar
¡Todos a… CALLAR!”
En ese preciso momento supe que esa grácil criatura con su banderín y su altavoz, cual galgo montés, había trasladado mi corazón sediento de amor juvenil a lugares cuyo solo pensamiento era capaz de ruborizar mi fina y verde piel de extraterrestre recién llegado.
Catorce horas después, cuando tocó nuestro turno, pasé cerca de aquella gran dama que había robado mi corazón.
“¡Qué bigotillo tan hermoso luce!”, pensaba mientras era incapaz de mantener su mirada al ver cómo nos señalaba con su banderín azul.
En aquel momento nuestro doctor estaba tumbado en su camilla mientras hablaba por teléfono:
“Querido colega y amigo, quizá estoy cansado
quizá no se qué digo, exceso de trabajo por la tensión testigo.
A continuación te cuento mi sentir sin abrigo:
Estoy… tan… ¡consternado! ¡Tan extenuado! ¡Tan desfondado! ¡Tan deslomado!
… Que ya no sé si estoy…de pie o sentado”.
—Tumbado— añadió tía Elisa con ojillos vivarachos
—“¡Oh, madre mía, hasta me habla una sandía!” — exclamó el galeno.
—Tranquilo doctor, son los marcianos de Moratalaz— habló con autoridad esa bella, dulce, frágil, tierna y graciosa criaturilla de la cofia, el mostachillo, el megáfono y el banderín.
— ¡Qué feos!— gritó de nuevo Don Gilabastro sin pudor alguno—
¡Que les den penicilina!
¡Que les vacunen de la tos ferina!
¡Que les miren el colesterol
y que no tomen mucho Sol!
Una vez realizada esta introducción continuó su sabio discurso:
“Preparen su memoria,
vamos a abrir una historia.
Contesten con atención.
Va a comenzar mi exploración.
Tendremos que interrogarles, que explorarles, que analizarles y puede que biopsiarles…
para diagnosticarles y… si es posible…
tratarles”.
—No se preocupe, doctor. Nosotros estamos muy bien. Sólo venimos a por la baja para mi amado esposo.
—Galleto Pérez —interrumpió papá haciendo una reverencia al doctor, a la enfermera, a mi madre, al butanero, a la tía Elisa y… a todo el mundo menos a mí.
En aquel momento el doctor comentó a su enfermera en voz baja:
— Parece un caso claro de “hiperjeta marcianicus”.
Dirigiéndose a mi padre, le habló con franqueza:
“No es señor nada personal que al no encontrarle ningún mal
niegue esa graciosa baja que me solicita cual rebaja,
y admiro su educación, al intentar con devoción
hacer uso del derecho a vivir de la gorra con provecho”.
— ¡Qué hombre tan educado y tan sensible! —Exclamó la tía Elisa, haciendo gala una vez más de ese frágil y romántico corazón del que era dueña y señora
CONTINUARÁ…