Un médico peculiar. Acto 3: de cómo descubrí mi vocación por la medicina

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Acto 3: de cómo descubrí mi vocación por la medicina

 

….Pero en aquel momento algo sonó de forma estruendosa en la sala de espera del doctor. Mi querida gacela con cofia partió rauda a realizar una primera valoración del origen de aquel sonido grotesco. Yo, sin poder evitarlo, corrí tras ella y entonces pude observar cómo intentaba reanimar a un paciente mareado con unos discretos golpecillos en la cara. Labor para la cual se ayudaba graciosamente de un matamoscas de color gris.   No pude evitar acercarme para ofrecerle mi ayuda.

— ¿Qué puedo hacer por ti, princesa?

La contundencia de mis palabras impresionó a mi propio corazón adolescente. Sin duda en aquel momento estaba lidiando con una sobrecarga hormonal.

— ¡Calla sandía parlante! —contestó mi amada, en plena ansiedad ante su acción heroica—. Yo sentí la necesidad de brindarle mi ayuda e intenté contribuir con ella emprendiéndola  también a golpes con el individuo del mareo. Sin darme cuenta metí  mi antena en su ojo y esto debió de causarle gran efecto puesto que despertó «ipso facto» a la vez que exclamaba no se qué cosa de mi santa madre.

El gesto de mi amada enfermera cambió radicalmente. Me miró y exclamó:

“¡Atención, compañía! ¡Le ha salvado la sandía!”

En aquel emocionado momento, papá me abrazó mientras gritaba: “¡Mi niño es un héroe! “. Mamá también me abrazaba,  el butanero, la tía Elisa, los doscientos catorce pacientes que todavía quedaban en la sala de espera… ¡Todos abrazándome emocionados! Pero yo sólo buscaba los ojos de aquella hembra, que apenas me prestaba atención, pues estaba repartiendo con su banderín azul ciertos golpes de gracia para reordenar al gentío.

El doctor nos habló:

“Ante esta lección de sabiduría  que nos ha dado el pequeño sandía,

es para mí en este día, motivo de gran alegría

 la  bienvenida daros,  con empatía exploraros

y con cariño recordaros  las normas de prevención,

… de la salud… la educación”.

Papá se dirigió a mamá, hablándole en el oído:

“Vamos esposa maja, que este hoy no me da la baja”.

 Y mi padre en tono de despedida se dirigió al médico con su mayor formalidad:

“Adiós doctor, gracias por su ternura. Se ve que es usted un figura,

si la cosa dura nos verá por añadidura”.

 — ¡No se marchen, señores! Quisiera hacerles una propuesta. El galeno habló:

“Señores, les hablaré con devoción.

Ante lo que he visto transmito mi admiración.

Deseo saber de su ciencia, su elaboración y su conciencia

e  invito a ustedes en este día, que jamás pensé que  llegaría,

 a que acepten que en adelante; su hijo  se convierta en…mi ayudante”

   Papá se emocionó de nuevo, mamá lloraba de alegría, el canario Gilberto cantaba conmovido, el butanero entusiasmado sacó su arpa y se puso a tocar… Todos, ¡Todos me miraban con lágrimas en los ojos! Todos menos mi admirada y vigorosa enfermerita, que de nuevo andaba algo ocupada. Esta vez  señalando a golpe de banderinazos la ubicación de los servicios a un usuario despistado.

— ¿Tu qué dices?— me preguntó el doctor.

En aquel momento yo me sentía extraño. Solo era un pobre marciano adolescente al que las circunstancias habían llevado hasta aquella consulta, donde había conocido a la que podría ser la mujer con la que yo cruzase mis genes extraterrestres.

Y así, como el que no quiere la cosa, acababan de ofrecerme un trabajo tan digno como el de ser ayudante de aquel doctor…Que… ¿Qué digo?

“Te digo que… soy un niño con antenas que ya peina alguna cana

que, sin querer, hace ya… ¡tantas cosas sin gana!

Que sólo desea vivir. ¡Vivir sin descanso!

Pues soy enamoradizo, tierno, inseguro, llorón y ganso.

 A veces corro y corro detrás de no sé qué pelota,

que me ve, sonríe; corre…corre…  ¡y  bota!

Sólo soy un pequeño marciano, con antenas y con entradas.

Que se emociona si le besan. ¡Que todavía cree en las hadas!

Que desea aprender a escribir versos de amor

a una abuela, a una amante, a una estrella, a una flor.

Aprendiz de casi todo y maestro soñador.”

 En aquel momento, mi familia había abandonado la consulta y me habían dejado a solas con el médico, la enfermera y otros ochenta pacientes nuevos que en aquel rato habían cogido cita  para que el doctor les enseñase el funcionamiento de su radiocasete. Todos me miraban  con cierto gesto de extrañeza. Entonces…cogí un cuaderno en blanco, me senté donde pude y dije: “¡Quiero aprender!” Así pasaron días y…

… días…

                                           … y días

 Y aquí estoy, amigo lector:

“Con antenas y mi  título de doctor.

Terminando esta poesía, bendiciendo a cada día.

Disfrutando cada beso y liberado del gran peso que es vivir sin añoranza, paladeando la esperanza.

 Su sonrisa  y mi cariño ¡como un guisado!

Con estas letras quisiera haber cocinado.

  Suerte, ¡Suerte! Le desea desde la Tierra…

un marciano enamorado”.

 

 

Javier Bris Pertíñez

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