QUERIDO ÁLVARO

/ admin / Comentarios Inteligencia emocional , Visión humana

 

Rebuscando entre mis viejos archivos,  me he encontrado con el relato que expongo a continuación. Me gustaría compartirlo aquí pues guardo para él una doble dosis de cariño: Me trae, en primer lugar,  un recuerdo familiar. Por otro lado, fue el  primer relato que vi publicado en una revista, concretamente en la revista Médicos de Familia editada por SoMaMFyC allá por el 2003 (nº3. Vol 5, dic 2003)

Supongo que  me resisto a dejar que se muera definitivamente olvidado en un cajón o diluido en ese gran océano que es internet. Aunque seguramente, la auténtica razón será que, simplemente, me estoy haciendo mayor.

QUERIDO ÁLVARO 

Otro otoño, eran ya ochenta y siete noviembres para aquel viejo maestro. Con sus hojas secas, sus días más cortos, sus catarros y el sabor de las primeras naranjas.

  Desde hacía ocho años Eulogio había tenido que aprender a vivir solo.

― ¡He cambiado a mi Petra por esta garrota! Exclamaba a veces en un guiño amargo.

Eulogio era un hombre barrigudo, de pequeña estatura y cortos andares. Sus mofletes sonrosados y sus ojos azul desteñido,  estaban siempre adornados con una sonrisa generosa.

            Eulogio tenía una forma peculiar de andar, en pasos cortos y acelerados. Con el tronco inclinado hacia delante perecía ir siempre marcando con la cabeza la dirección de su camino. Todos en el pueblo le conocían, y solían a decirle algo al verle pasar con sus peculiares maneras. Él saludaba siempre levantando su bastón y continuaba su marcha sin decir más. No era un hombre muy hablador.

            Desde hacía mucho tiempo, Eulogio había adquirido una original afición, le gustaba pensar como si empezara a escribir una carta imaginaria, esto le reconfortaba  y aliviaba su soledad. Siempre lo hacía así: “Querido Álvaro…” Álvaro había sido un niño al que vio morir hacía muchos años, Eulogio decía que era  un ángel  que lo veía todo y de alguna forma le hacía compañía.

Desde que vivía solo Eulogio, se habían hecho cada vez más frecuentes aquellas originales cartas escritas con su pensamiento. Sabía darles el estilo propio de un viejo maestro que había dedicado su vida a enseñar a los demás.

            Eulogio era un hombre sencillo; en las ilusiones de su juventud había querido ser escritor pero las necesidades de aquellos tiempos le hicieron conformarse con lo que tenía, y él había terminado  por disfrutar mucho con su trabajo. A veces, en  su soledad le gustaba buscar rimas y jugar con las palabras.  Por eso ahora que sus manos temblorosas apenas le permitían escribir, eran para él tan importantes aquellas cartas hechas en su imaginación. “Querido Álvaro, tú sabes pocas cosas de la vida, por eso a mí me gusta hablarte sobre lo que voy viviendo, las personas a las que me encuentro por la calle, los programas que escucho por la radio y los libros que leo…”

            Ese día, Eulogio había comenzado su carta en la sala de espera del médico: Doña Justa, su querida doctora a la que tanto apreciaba. Ella  sabía escucharle y aquello era suficiente para hacerle salir  mucho más tranquilo de la consulta.  Esa comunicación era muchas  veces el mejor tratamiento para Eulogio.

Aquella mañana se había levantado fatigado, tenía tos y notaba que sus piernas le pesaban más de lo habitual.

 “Querido Álvaro: ayer tuve un sueño muy bonito: estaba sentado en un valle verde y tranquilo; había mucho sol, un aire muy fresco acariciaba mi cara. El suelo estaba cubierto por cientos de flores de tantos colores que no sabría describirte. Sentada junto a mí había una mujer, me sonreía y me resultó familiar. Me preguntó: ¿Me conoces?. Después de un instante me di cuenta, era…Petra ¡Mi Petra cuando era joven! ¡Igual que cuando éramos novios! Me sonrió y me dio una rosa, mientras, bajando la voz me dijo: “Ten esperanza”.

Entonces desperté del sueño y me sentí muy triste y muy sólo otra vez. Y ya ves, estoy aquí para ver que me dice hoy mi doctora, que a pesar de ser tan joven lo mismo sabe mirarte los huesos que un dolor de barriga, pero…  ¡Siempre tiene tanta gente en la sala de espera…!

Querido Álvaro, como te decía,  esta mañana me he sentido más cansado de lo habitual, no sé por qué tengo este ahogo.  Quiero que sepas que he tenido una vida feliz al ejercer como maestro en el pueblo. He tenido muchas satisfacciones, cada vez que un niño aprendía a sumar o leer, yo pensaba: “ a este no le van a engañar”, y con cosas como esa me iba a casa tan contento.

En fin creo que otra vez me estoy enrollando demasiado y hoy no tengo el cuerpo para muchas cosas aunque sólo sean cartas hechas en el pensamiento.

¿Sabes? Creo que estoy mejor y Doña Justa tiene mucha gente en la sala de espera… quizá voy a molestarle. Además, se está armando un gran revuelo… sale corriendo de la consulta con cara de preocupación; no sé… creo que debería marcharme”.

           

La sala de espera está llena a rebosar, algunos hablan demasiado alto; nadie diría que van al médico. Otros esperan pacientes su turno. Todos piensan que hay demasiado ruido. Hace un  momento han visto con sorpresa salir a la doctora de la consulta, se mueve con gestos cortos y precisos. Su gesto es ansioso, se arremolinan alrededor… Unos instantes de expectación… algunos empiezan a murmurar… ¡Pobre hombre! ¡Ha caído fulminado!…¡Era tan mayor!.

La doctora trata inútilmente de reanimar a un viejo al que ha llegado su hora; un viejo que todavía encierra en su mano derecha una rosa que quizá aquella misma noche había arrancado de un sueño.

Segundos, minutos…Un rato.

Por fin se ha disuelto aquel bullicio.

  Justa recoge su consulta. No hace mucho que terminó su residencia. Entonces aprendió muchas cosas: programas, educación para la salud, entrevista clínica… ¿Aprendió también a protegerse a sí misma? Sabía que con Eulogio no había nada que hacer y sin embargo, hace tan sólo unas horas, mientras inútilmente intentaba reanimarlo no podía parar de susurrarle, casi suplicando: ¡ Vamos Eulogio! ¡Vuelve…!

La sala de espera está vacía, la doctora sale de la consulta. Se marcha a casa. Lleva pocos años ejerciendo su profesión. Lo hace con la ilusión de quien ha dedicado lo mejor de su juventud a formarse pensando que al fin llegaría el día en que haría eso que siempre había deseado. Por un instante vuelve la cabeza, vienen a su mente las imágenes que acaba de vivir.

No…definitivamente, no ha sido un buen día.

La calma vuelve a llenar cada rincón del centro de salud. Las luces se apagan, las puertas se cierran, se escuchan las últimas voces… y por fin  se escucha el silencio.

La noche es otoñal, fresca y estrellada. El resplandor de la calle lucirá hasta la madrugada. El pueblo pronto descansará.

Mientras tanto, lejos,  termina de vibrar un pensamiento: “Querido Álvaro, creo que al fin terminé de escribir mi carta…”

Javier Bris Pertíñez

Deja tu comentario: